De niño oía decir de mi padre que era un gran conversador. Sin saber muy bien como se llega a eso, con el tiempo aprendí que es una virtud que exige saber escuchar y hablar. Por este orden. Con atención y energía suficientes en ambos casos. Porque la buena conversación es lo contrario al espíritu de tertulia. Uno de los siete malos espirítus de los que hablaba el maestro Fernando Martín-Sánchez.
Hace unos días reflexionaba al terminar un taller de estrategia con mi equipo, sobre la esencial habilidad de conversar como equipaje para el liderazgo. Y no como lujo intelectual -meramente retórico-, si no como herramienta práctica de ejecución. En nuestro caso de ejecución estratégica. Después de listar objetivos y medidas complejos y ambiciosos para los próximos años, concluimos que, en gestión avanzada, todo progreso se reduce a una buena conversación. Me explico.
Dentro de una organización, cualquier acción discreta -en sentido matemático- tiene como parte médular una conversación. Que ocurre después de un plan y antes de tareas más o menos individuales. Ya sea una contratación, un despido, un plan de desarrollo personal, un proyecto, la génesis de una idea, el finalizar una etapa. Cuando hablamos de creación de valor con nosotros mismos, con nuestros empleados, con nuestros clientes, con inversores; todo se hace conversando. Entre dos o más. Pero siempre alrededor de un intercambio. No de forma aislada, ni unilateral, sino utilizando la información y la persuasión. Es decir, conversando.
Por eso cualquier modelo de gestión que aspire a la excelencia debe construirse alrededor de buenas conversaciones. Fáciles o difíciles. Motivacionales o exigentes. Largas o cortas. Esenciales o barrocas. Pero siempre bien trazadas y ejecutadas, dotadas de sentido, exactas en su fin. Lo demás serán reuniones más o menos relevantes o encuentros perfectamente prescindibles.
Ser consistente en nuestras conversaciones, darles el espacio y el tiempo que merecen, no es solamente nuestra ventaja competitiva si no el medio más eficaz de humanización del mundo del trabajo. Y la materialización del liderazgo como servicio.
La unidad básica de la ventaja competitiva es la actividad discreta
Michael Porter