Sistemas perfectos. Hombres educados

El poeta T. S. Eliot no lo pudo ver más claro: «los hombres pretenden hacer sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno«. Se trata por tanto de los hombres -y mujeres-, no de los sistemas. En una sociedad sistémica, la estructura moral individual nos puede sonar a fábula. Pero es la única fábula que puede mantener en pie el teatro de la vida. O la imaginación del Sapiens que diría Harari. Si todo es imaginado, nada diferencia el halo divino en el Sapiens de las sociedades mercantiles. La vida se limita al sueño de Calderón. Nada existe, por tanto, fuera de la carne, del hierro y de la sangre. Tampoco los sistemas.

Dando una vuelta por Linkedin, reparamos en la sofisticación del mundo sistémico. Ese mundo imaginado por hombres que nos habla de cooperación, laboriosidad, especialización y logros alucinantes. Pero también de ínfulas imposibles, de títulos obscuros, de realidades impenetrables ¿el pacto verde europeo? ¿el gobierno corporativo? ¿los reglamentos de cumplimiento? Ya no es sólo el sistema religioso que arbitra la relación del hombre con Dios, ni tampoco el sistema político y legal que hace lo propio con el César. Es el todo de un mundo que no escapa al grupo, al partido, a la secta. El plural que engulle al singular. La dilución de la parte por el todo. El individuo como rehén de relaciones de hiperdependencia. Una suerte de razón de estado globalizante.

Reformulando al austriaco Hayek, sería la hora de dejar de un lado las tecnicidades argumentales y preguntarse de qué narices estamos hablando. Pues estamos hablando de sociedades que son empresas, universidades, gobiernos, cofradías o lobbies; y que están formadas por hombres. Hombres que sólo pueden ser sujetos de responsabilidad moral, por su propio imperativo, sin que sea la ley, el dogma o el código de buenas prácticas quién se lo imponga. Y no porque no sea posible en un mundo de drones y virus de laboratorio; sino porque ser bueno por obligación no es mérito de nada. Y no se sostiene en el tiempo.

Cuando hablemos de cambiar el mundo, empecemos limpiando la propia habitación como enseñan los marines americanos. Cuando soñemos con el New o el Green Deal o el plan estratégico, fijemos bien la piedra angular. Esta podrá ser sólo el hombre y su educación. Educación del cerebro y el corazón. La cultura, la competencia y la trascendencia para que no cojee en ninguna de sus potencias. A pesar de Harari y de los sistemas perfectos. Porque los sueños, sueños son.