Por qué el COVID-19 nos hará mejores. Dentro y fuera de casa.

La crisis es el relato de la lucha por lo esencial. Es un ejercicio traumático de reducción a lo importante. En el mejor de los casos nos enseña cosas buenas, bellas y verdaderas. Y en el peor pone al descubierto postizos, imposturas, excesos y miserias de todo tipo y pelaje.

La disrupción que produce una epidemia es brutal para la vida humana, para los sistemas que nos sostienen, para las empresas que nos emplean. Por eso dejan paisaje de guerra. Y por eso crean una tierra nueva y -en ello esperamos los católicos- un cielo nuevo.

En mi caso, y sin pizca de banalización frente a los muertos o a los suyos, ha sido una oportunidad de purificación. De lucha por lo esencial. Porque esencial no es viajar, ni comprar, ni comer fuera. Sino amar, trabajar y buscar la felicidad. Y como se está demostrando, todo eso es posible en el confinamiento. Incluso más, es una oportunidad para perfeccionar esas tareas básicas en su fin último. Esa obligación a la simplicidad es un gran aporte del COVID-19. Y gracias a las telecomunicaciones, lo hacemos de forma mucho más confortable, productiva e informada que en cualquiera de las penurias que se hayan pasado en Occidente, desde la II Guerra Mundial. El lector puede pensar lo que hubieran sido estos días sin teléfono, sin Zoom y sin Linkedin. Tanto para la vida personal como para la profesional. Veamos en qué.

En lo personal, el obligarse a la familia es un entrenamiento fabuloso. Un ejercicio de paciencia, de escucha, de mortificación permanente en las cosas cotidianas. Porque la familia se nos da, no la elegimos. Y por lo tanto no hay garantía de afinidad más allá de la sangre. Por eso, oyendo la voz del pueblo, donde hay confianza da asco, y triunfar en la familia es mucho más sacrificado que hacerlo en una comunidad religiosa, en un partido político, en una asociación cultural o en una empresa. No hay garantía en la identidad de los gustos, ni de los fines, ni de los talentos. Sin embargo, es una unidad básica de educación, escuela de amor y tiene más fuerza que cualquier otra célula social. Por eso enfrentarnos a ella con tanta intensidad de tiempo y espacio, nos pone ante el espejo de nuestra propia limitación y nos obliga a abrazar a los nuestros en sus caras luminosas y en sus rincones oscuros. Administrar los espacios, los tiempos, las palabras y los silencios es una terapia que nos fortalecerá cuando el COVID-19 abra las puertas de nuestras casas y de nuestros puestos de trabajo.

Lo mismo ocurre con la vida laboral. En las profesiones esenciales, para que todos entendamos el valor del trabajo de muchos que no pueden -aunque quisieran- quedarse en casa. Médicos, emergencias, suministros, transportistas, basureros, militares… Profesiones que están ahí como un agua invisible en la que nadamos como sociedad y sin las que no sería posible mantener en marcha el motor social. Conciencia de respeto para los que mantienen la bandera en alto.

Y para el resto, ejercicio de nuestro trabajo basado en una premisa esencial para el progreso social: la confianza. Es todo lo que se necesita para el teletrabajo, cuando se tienen los medios necesarios. Por supuesto que el contacto social es importante; pero los argumentos contra el trabajo en casa fueron siempre de otra naturaleza. Habiendo medios, muchos nos hemos preguntado desde hace años por qué no incrementar la productividad, ayudar al medio ambiente y mejorar la calidad de vida. Sobre todo, donde vive la mayoría de la población terrestre, en ciudades de varios millones de habitantes donde la movilidad, la contaminación y la conciliación familiar son problemas que se dirigen al corazón de la persona. El COVID-19 nos está enseñando el camino. Nos han obligado a la confianza trabajando desde casa sin poder fiscalizarnos. Sólo con nuestros resultados. Este principio básico que, en tantas culturas empresariales donde la presencia es un valor por sí mismo, no se entiende, será una de las grandes lecciones aprendidas en 2020. Una lección para empleados y directivos que formarán equipos más cooperativos, más eficientes y productivos. Y lo mismo se puede aplicar a alumnos, maestros y profesores de todos los ciclos educativos. Además de ser una palanca extraordinaria para equilibrar la demografía entre en el campo y la ciudad, cuando la demanda de presencialidad sea la estrictamente necesaria.

Por todo eso el COVID-19 hará mejores personas, educadas en familia, entrenadas en momentos de tensión y dificultad. Y también mejores profesionales, que sabrán respetar y valorar oficios de los que dependemos todos y que habrá que retribuir con más generosidad. Al tiempo que nuestros empleos podrán gozar de flexibilidad cuando trabajemos en equipos construidos desde la confianza -base en la pirámide del rendimiento-, ayudamos al medio ambiente y a la despoblación rural. No son recetas para salir de una crisis, ni programas de buenas intenciones. Son las lecciones aprendidas a base de muertos y confinamiento.

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