Hoy cierra el Convento de la Madre de Dios de Huéscar. Mi pueblo. Un convento de clausura femenina que acoge su última misa después de 443 años de oración contemplativa según el carisma femenino de la Orden de Predicadores.
Desde la terraza de mi casa me crié viendo dos cosas: el icónico mosaico de azulejos del Nitrato de Chile y el convento de la monjas dominicas. A ellas, a las monjas, viéndolas poco, como exige la clausura. Detrás de la reja y en contadas ocasiones haciendo ejercicio en la cubierta del monasterio. De vez en cuando en el mercado de los jueves. Y nada más.
El destino de las tres últimas monjas: Sor Inés, Sor Amada y Sor Rosa María; será ir junto a sus hermanas de orden al monasterio vecino de Baza. Y desde allí salir cuando el Padre lo disponga a la patria celestial. Como las que fueron y las que vendrán. Como ese portento de mujer irrepetible y buena: la madre Ángeles que sirvió 70 años -muchos como superiora- al pie de aquel cenobio.
La vida es puro cambio. Aunque los siglos parezcan eternos y la piedra bien sillada aguante el tiempo y el olvido. Pero ese cambio no se lleva las lecciones de vida ni la carne del corazón. Sí todo lo demás. Por eso las dominicas dejan huella. En Huéscar y en todos los que las trataron. Pero principalmente, en todos los que fueron tratados por ellas -muchos más- desde la celda recoleta de su oración continua.
En mi vida adulta hay una recia huella dominica. Cincelada por aquellas mujeres pequeñas, de andares ágiles y manteo solemne. Con ellas hicimos la exposición Contemplación bajo el genio del P. Antonio Fajardo. Un tiempo en que aprendí las perlas de la espiritualidad dominicana alambicando las mejores prácticas para la gestión y el liderazgo: reír con el que ríe, llorar con el que llora. Aunar contemplación y acción en un mismo movimiento. Después como consejeras. Casi confesoras. Sin decir una sola palabra. Pero a las que todo lo confiaba. Desde los tormentos del noviazgo a las graves decisiones laborales. Así fueron mediando en mi vida, contemplando y actuando. Por carta o en el locutorio. Fieles a su carisma. Y fue en aquel monasterio donde don Pablo Puente les dedicó una bella prosa castellana durante un pregón con ocho siglos de hondura. Y también fue allí donde Dios me llamó a ser propagandista, a remar mar adentro y echar las redes en nombre del Maestro.
Los pasos de Santo Domingo de Guzmán siguieron en mi vida. En la conversación tomista y delicada de Fray Abelardo Lobato. En la Dominikanerkirche de Viena que celebró durante años misas en español. Y hace pocos años en la visita a Caleruega con mi hija mayor escudriñando las esquinas del viejo torreón de los Guzmán-Aza en la Ribera del Duero. Todo providencial y hermoso. Pero a pesar del tiempo y la distancia, todo remite a mis inolvidables monjas de Huéscar. Su recuerdo será vida hecha carne que, sin ellas saberlo -o sabiéndolo todo-, hacen el camino con sus hermanos desde una celda de clausura.