Imagen: Placa de la Avenida Isabel La Católica en Ciudad de México (c) 2018 G. Moreno
Pedir perdón o perdonar hace siempre bien. Así lo ha mostrado genialmente Juanma Cotelo en su última película. Para los católicos el perdón de los pecados está en el origen de todo. De la redención, de la conversión, del nacer a una vida nueva; del Cristo que vino a morir por los pecados de muchos. Perdonar y ser perdonado es un gesto revolucionario de coraje que hace nuevas todas las cosas.
Si el Rey de España debería de pedir perdón al Presidente de México por los abusos en la Conquista y Evangelización de América es algo que sólo al Rey concierne. Como heredero del rey católico debería seguir la estela de Roma. Y los gestos de los últimos papas desde San Juan Pablo II van en esa dirección. Porque sólo desde la debilidad es posible de nuevo el encuentro. Encuentro que es el principal orgullo de la Hispanidad. Encuentro de sangres. Encuentro de progreso humano demostrado en una prosperidad sin par en la época colonial; y como mínimo hasta la independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Encuentro de fe que hizo al catolicismo más universal que nunca. Encuentro de lengua que ha convertido a la Hispanidad en la fuerza cultural más pujante en el mundo.
Mario Vargas Llosa ha pedido reciprocidad en el perdón. Que AMLO reconozca los pecados del México actual tan diferente a la gloriosa Nueva España. Las discriminaciones a los indios pobres. La miseria de un país desangrado entre la violencia y la corrupción. Sin embargo, el perdón nunca puede ser condicional. No hay condición previa. No hay reciprocidad debida. Para que el México actual pida perdón es necesaria la grandeza de poder hacerlo. No pide perdón quién quiere sino quién puede.
El único factor que puede no aconsejar pedir perdón en una forma dada es la diferencia de planos. Porque los pecados de los padres -o de los hijos- no son los nuestros. Por mucho vínculo sanguíneo o histórico que haya. El perdón es un acto personal que casa difícilmente con el todo institucional. La Iglesia pide perdón porque es un cuerpo reconocible, una institución con vocación de eternidad. La misma cadena de una sucesión que nos engarza con Jesús. Habría que preguntarse si la Corona de España aspira a tener esa misma naturaleza. Si es así, ese perdón no solamente no daña, sino que fortalece la visión de España como sujeto histórico con vocación de permanencia. Un acto de grandeza que sólo los grandes se pueden permitir.