Estos días de Navidad son lo contrario a la rutina. O más bien una rutina montada en la tradición centenaria de la lumbre del hogar. Todos los años lo mismo y, sin embargo, todo es nuevo cada año. Por eso es tiempo propicio de escribir. Pero no sobre lo que ocupa la vida frenética entre regalos, belenes y polvorones. Si no sobre la vida que llevamos antes del veinticuatro de diciembre y a partir del seis de enero.
En mi caso es una vida monástica. Sin regla, sin hábito y sin llamada a la oración. Pero monástica. Hace unos años el P. Giovanni nos preparaba a mi novia Julia y a mí para el matrimonio. Y lo hacía con un método tan heterodoxo como eficaz: la regla de San Benito. Una regla que, en principio, parece que nada tiene que ver con el matrimonio. Pero todos los estados de vocación están vinculados entre si. Porque años después, y al margen de la preparación con la regla, nuestro modo de vida es más claustral que mundano, más recogido que excesivo, más esencial que accesorio. Por supuesto, que esto está vinculado con las exigencias de la crianza de nuestra niñas pequeñas en una gran ciudad, pero no por eso deja de ser una vocación hermosa y vivificante. Poner los pies en el suelo antes de las seis de la mañana y dedicar al día al triángulo trabajo-oración-descanso nos acerca al ora et labora del fraile. Nosotros los laicos, hacemos oración con la familia que es nuestro estado particular de vida.
Vivir en este monasterio en medio del mundo no tiene alternativas. Porque tampoco se necesitan. Es un estado natural elegido por amor y soportado por el mismo amor que lo fundó. Aunque sí es un reto vivir el ideal monástico-familiar en una sociedad que cada vez presiona más a la mujer para que sea madre sólo de fin de semana, al marido para que acepte salarios más bajos y a los hijos para vivan por y para el consumo. Todo ello junto a la pérdida de la raíz espiritual que nos abre los ojos más allá del aquí y ahora.
Estoy leyendo el bestseller Find Your Why y reconforta observar cómo la vuelta al origen cierra el círculo. Los autores de este método llaman a cualquier persona -o equipo- a encontrar el porqué de su vida. En el mundo del trabajo -dice Simon Sinek- todos estamos prestos a responder el qué hacemos y cómo lo hacemos. Pero pocos saben que decir al porqué. Y ellos mismos reconocen que esta pregunta no pertenece al ámbito racional y que está más relacionada con las emociones y las creencias (usan un término un tanto obtuso: celebro límbico). De momento -y hasta que termine el libro- me quedo con que la respuesta al porqué es el discernimiento de la vocación. Es decir, aquello que nos llena, que es más grande que nosotros mismos, que nos inspira y nos levanta cada lunes con fuerzas renovadas.
Es precioso contemplar como la pregunta esencial de la vocación se abre paso. También en el mundo de los negocios. También como fórmula de éxito. No todos tenemos que vivir en un monasterio. Ni de piedra ni de carne. Pero sí estamos obligados a encontrar nuestro porqué, la vocación que nos guíe hasta la otra orilla de esta vida que pasa.