Imagen: Toter Mann. Alpes bávaros 2018 (c) G. Moreno-Muñoz
En nuestro mundo líquido y digital nadie habla de la tradición como un valor. Pero ese mundo etéreo por el que flotamos los ciudadanos sin patria, no para de mandarnos señales de lo contrario. La tradición es algo querido por muchos. Y la defensa de la tradición familiar, nacional o religiosa está en la raíz de muchos movimientos que son más de contestación que de afirmación. Desde Donald Trump a Putin, pasando por la oposición venezolana al chavismo.
Los padres somos echados a la paternidad sin instrucciones ni brújula. En los años que llevo en esto, he tenido que sacarle punta al lápiz con el que quiero escribir la educación de mis hijas. Ese trazo pasa por la transmisión del fuego de la tradición, que diría Chesterton. Y consecuentemente por arrumbar las cenizas. Para diferenciar tradición de las cosas viejas. Porque la tradición es algo vivo que incluso va más allá de la cultura. Esta puede ser el idioma materno, pero aquella es el acento. Español lo hablan quinientos millones. El español de Huéscar -güesquerino- lo hablamos unos pocos miles de privilegiados. Enseñarle a mi hija un acento mejicano, valenciano o guanche, además de ser patético es imposible. Lo mismo ocurre con la tradición austriaca que en nuestra familia va a la par: desde los colores exactos del dirndl hasta el descanso dominical. Y lo que se aplica a la lengua y a los trajes regionales se amplía con los cuentos familiares, las fiestas de guardar, los usos de la tierra, las melodías, colores y sabores que forman un tronco único sobre el que se sostiene nuestra vida. Y que de nosotros depende que sigan dando memoria e identidad o se pierdan en el baúl de la historia.
Hay quien cree que para mantener un consenso frágil en un mundo cada vez más variado y complejo, es necesario inhibir nuestros referentes tradicionales. A mí la experiencia me ha enseñado lo contrario. Sólo desde una identidad vigorosa, con una moralidad de raíz profunda que va más allá de nuestra propia historia personal, se construyen empresas, relaciones y obras sólidas. Además de que la tradición es un antídoto contra la desigualdad porque funde lo popular con lo excelente, lo local con lo universal y el pasado con el futuro. Esa es la enseñanza que quiero para mis hijas. Que sepan que el mundo es ancho, pero nuestra biografía es única.