El campo de agosto

Foto: prado a los pies del Untersberg (Salzburgo, Austria) (c) G. Moreno-Muñoz

Desde que tengo uso de razón mis veranos viven en el campo. Ese remanso inmenso de horizontes perdidos. Óleo de colores pardos que secan los ríos de un agosto agonizante. Bosques atravesados de luz y hojas recortadas sobre jumas a punto de arder. Vuelo sonoro de golondrinas en ondas sobre la alberca.

El espectáculo del estío en soledad debería ser parte de una buena educación para la ciudadanía. No porque las playas enconejadas de sombrillas, no tengan su encanto, sino porque la vida en el campo nos acerca a la primera civilización con capacidad craneal. La de la siembra, la cosecha, la doma de las fieras. Ahí empezó todo. Cuando se le gana la batalla al bosque y a la broza. Cuando se cava el hierro de la azada abriendo la cerviz de la tierra. Cuando se levanta la mata de tomate o se desperezan los tallos ásperos de la calabaza. Cuando los animales siguen el paso lento del pastor. Es la armonía con la creación y con el Creador. Lomas y vaguadas, barrancos y collados; el prado y el rastrojo. El agua y el fuego.

El agosto no se hace, sino se vive.  En el campo. Nuestra casa común, la misma naturaleza.